martes, 25 de noviembre de 2014

QUIZÁS MAÑANA..



Este relato lo escribí hace unas semanas cuando una amiga argentina, Mª del Carmen Perez, me comentó los actos que estaban preparando para el 25 de noviembre en la asociación Violencia Doméstica Coronel Suarez, de la que forma parte, con motivo del día en que se celebra la lucha contra la violencia de género. 
Desde estas páginas mi homenaje a todas las mujeres maltratadas y mi solidaridad con todos aquellos que, individualmente o colectivamente luchan porque este mal sueño termine.


Quizás mañana

- “Quizás mañana…”

Una frase que repitió muchas veces a lo largo de su vida sin que ese mañana llegase nunca. Muchos dirían que, Amalia, nació predestinada a tener una vida de pocas alegrías y mucho sufrimiento aunque yo, que no creo en esos augurios, pienso que fue una víctima más del maltrato que desde tiempos ancestrales ha acompañado a las mujeres, incluso en los países más avanzados.
En el caso de Amalia se daban todos los predicamentos para que su vida fuese un padecer constante desde la cuna. Vino al mundo en el seno de una familia numerosa, siendo la menor de cinco hermanos y la única mujer entre ellos. Su hogar, una cueva horadada en la roca (hecha al parecer durante  la dominación musulmana de la península), situada en un entorno rural con grandes fincas de árboles frutales y algunas tierras de labradío. Los  propietarios de este territorio, a los que los campesinos llamaban “señoritos”, eran algunos terratenientes de la comarca que actuaban como señores feudales disponiendo de personas y haciendas.
La casa cueva estaba dividida en tres estancias; una en la que dormían sus padres, otra que ocupaban sus hermanos y la tercera, que hacía las veces de cocina comedor,  donde en un rincón estiraban un colchón relleno de perfolla de maíz, como todos los de la casa,  en el que descansaba la muchacha .

Cuando Amalia recordaba su niñez no encontraba un momento que no estuviese dedicado al trabajo. En un hogar con cinco hombres el papel de las mujeres era atenderles y a eso se dedicaban su madre y ella. Remover los colchones  para que por la noche los hombres los encontrasen más confortables, hacer las camas, limpiar,  cocinar y zurcir la ropa  eran sus tareas diarias, que nunca tenían un mínimo gesto de reconocimiento por parte de nadie. De vez en cuando se producía  alguna queja que si era del padre venía acompañada de algún golpe con el cinturón y si era de sus hermanos la expresaban con algún improperio, aunque ellos nunca le pegaron.

Amalia gustaba de ir a lavar la ropa. Lo hacía en un pequeño río que estaba a poca distancia de donde vivían. Allí, mientras tendía la colada en los prados, se sentía libre y dejaba volar su imaginación pensando en un futuro muy diferente en el que ella sería una mujer amada y respetada por todos. Allí,  mirando el agua correr, se preguntaba:
- ¿hacia dónde irá este río? ¿Por qué no seguir su cauce y encontrar un lugar donde ser feliz?
Y escuchó  que su voz, como un suave murmullo del viento, le respondía:
 -“Quizás mañana…”

Tenía catorce años cuando murió su padre y a pesar de que no recordaba de él una caricia, o un gesto de cariño, ella le lloró como debe llorar una buena hija. Se vistió de negro y   guardó luto por él. Y no se apenó por tener  que renunciar a fiestas, ni diversión alguna porque nunca las tuvo.
Su luto duraría mucho tiempo pues, a los dos años de morir su padre, estalló la guerra civil en la que dos de sus hermanos perdieron la vida. Una barbarie sin sentido que sumió en una terrible tragedia la vida de  los españoles.

Amelia era una mujer de veintidós años cuando Adolfo se acercó a ella. Aparentaba tener más edad y, sin ser una belleza, no merecía en absoluto el mote que la acompañaba: La Fea. Feos, era un sobrenombre con el que alguien había bautizado a sus antepasados y que acompañaría también a los descendientes, a menos que se fuesen a vivir a otro lugar donde no conociesen su origen.
Se sintió halagada de que Adolfo, un hombre serio, hijo de familia humilde pero muy respetada en el lugar, se fijase en ella. Él, era de los pocos jóvenes de aquellos contornos que sabía leer y hacer cuentas con soltura, mientras que ella apenas distinguía una letra de otra y se tenía a si misma por muy poca cosa. Vivían relativamente cerca y él empezó a visitarla con frecuencia. Pronto vinieron los besos, las caricias y cuando él le pidió que se entregase, ella no supo o no quiso decirle que no.
Cuando tuvo su primera falta, Amalia, temió lo peor, pero la esperanza de que fuese debido a algún trastorno y sobre todo el miedo a las habladurías la mantuvo callada. Cuando al mes siguiente tampoco le vino la regla decidió contárselo a su novio. Poco esperaba que la reacción de éste fuese la de oírle decir que no quería saber nada del niño  y tampoco de ella. La trató de puta y alegó que, igual que se había dejado seducir por él, seguramente también lo había hecho con otros.
Pasó la noche llorando y cuando se levantó le explicó a su madre que estaba en cinta y la conversación que había mantenido con su novio.
Las dos mujeres, a instancia de la madre, se dirigieron hasta la casa en la que Adolfo vivía con su familia. El perro ladró y Manuel, el padre de Adolfo, salió de la casa y divisó a Amalia y Carmen, su madre, que se acercaban por el camino. Se extrañó de una visita tan temprana, pues hacía poco que había amanecido, e invitó a sus vecinas a pasar al interior, intuyendo que traían  alguna mala noticia.
Adolfo estaba sentado a un lado de la mesa y Amalia y su madre al otro. De pie, junto a la chimenea en la que ardían unos troncos de leña cuyo crepitar era el único sonido que rompía el tenso silencio, estaba Manuel. Él conocía a Amalia y a su familia desde siempre, había visto crecer a la joven y no podía creer que mintiese sobre su embarazo y sobre quién era el causante del mismo. Las casas donde vivían las dos familias estaban en pleno campo,   distanciadas una de otra y alejadas unos kilómetros de las poblaciones más cercanas y, aunque habían otras familias  dispersas por aquellas huertas, no eran demasiados los  hombres  solteros, y nadie había visto a ninguno de ellos en compañía de Amalia ni con intención de cortejarla. Aun así, su hijo, se empeñaba en no reconocerse como autor de aquel embarazo y, aunque aceptaba haber tenido relaciones con ella, mantenía su versión de que él no había sido ni el primero, ni el único.
Adolfo se levantó con intención de salir de la casa pero Manuel le detuvo, sujetándole por el brazo, obligándole a sentarse de nuevo. Con voz grave y algo alterada le dijo a su hijo que debía reparar aquella afrenta, casándose y haciéndose cargo de aquella criatura que estaba en camino.
Dirigiéndose a Carmen, propuso a la mujer ir aquel mismo día a ver al párroco y celebrar el enlace rápidamente para evitar, en lo posible, tener a la muchacha en boca de todos y que fuese la “comidilla” de las gentes de la huerta. Adolfo miraba a la que pronto se iba a convertir en su esposa con los ojos encendidos de odio pero aceptó, sin ninguna nueva objeción, lo que su padre le ordenaba.

El día del enlace solo estaban en la iglesia, acompañando a los novios, los miembros de las dos familias. En un banco los padres del novio, Manuel y María y las dos hermanas, Lucía y Josefa y en otro la madre de la novia, Carmen y sus dos hermanos, Luis y Julián.
Oficiada la ceremonia, en la casa de la familia del novio, se sirvió un austero banquete  siendo la  primera vez y también la última en que coincidieron todos alrededor de una mesa. El  ambiente era tan tenso que poco tenía que ver con una celebración.
La noche de bodas tampoco fue la que puede soñar cualquier mujer. La pareja se había quedado, mientras encontraban otra vivienda, en casa de los padres de él. Habían cambiado la cama que hasta entonces había usado Adolfo por una de matrimonio y comprado una alfombra y una pequeña cómoda en la que Amalia guardó su escaso ajuar.
Cuando se retiraron a la alcoba Adolfo se desvistió sin mirarla y se tumbó en la cama; al ir a costarse Amalia, él, la empujó diciéndole que el que le hubiesen obligado a casarse con ella no la convertía en su mujer. La repudiada esposa se estiró en la alfombra, tapándose con una manta y lloró la amargamente su desdicha. Intentando  mitigar sus sollozos para que sus suegros y cuñadas no la oyesen, quería creer que aquello era un enfado momentáneo de su marido por verse obligado a aquel matrimonio y que se le pasaría. Como aquellas veces, cuando en el río  lavaba la ropa y sus sueños la llevaban a seguir el curso del agua hasta otro lugar donde podía ser feliz, en la oscuridad de la noche, escuchó su voz que en un susurro le decía:
- “Quizás mañana…”

Ese mañana soñado no llegaría nunca en la vida de Amelia. Desde el momento en que alumbró a su primer hijo sintió como el odio que su marido le profesaba a ella alcanzaba también al niño. Las miradas que les lanzaba a ambos eran puñales que la herían en lo más hondo de su corazón. Dolían mucho más que los golpes que Adolfo le daba cuando se enfadaba con ella. Éste nunca le perdonaría que hubiese concebido al pequeño, al que  consideraba fruto del pecado de su mujer como si él no fuese partícipe del mismo. La ira del padre se acrecentaba cuando le decían que su hijo había salido a él. Ciertamente, Manuel, nombre con el que lo bautizaron, tenía todos los rasgos de los Pedrosa, apodo con el que se conocía a la familia de su abuelo.

Después de Manuel llegarían otros siete hermanos, cuatro varones y tres mujeres a los que había que sumar los tres abortos que sufrió Amalia. A aquellos que la conocieron en sus años fértiles les costaba recordar a la mujer sin su vientre fecundado. Su marido la montaba como el alazán monta a la yegua, sin ningún gesto de cariño, limitándose a saciar sus apetencias sexuales.  Poco le preocupaba si ella deseaba o le complacían esas relaciones y tampoco ponía ningún remedio para no dejarla embarazada.

Adolfo entró al servicio de uno de aquellos señoritos, quien le cedió una vivienda ubicada en la misma  finca la cual él, con su familia, debía trabajar y atender. Era misión suya tener los bancales de árboles frutales bien cuidados para que diesen la mayor cantidad de fruta posible, gestionar la recogida de la misma y entregar los beneficios al terrateniente, descontando la parte previamente acordada como salario.
Adolfo gobernaba la familia y sus ingresos  a semejanza de lo que el señorito hacia con él. Si el año había sido bueno la paga era  mayor y Amalia recibía de su marido lo justo para subsistir y comprar algo de ropa y zapatos para sus hijos. Cuando la  cosecha era mala los emolumentos de Adolfo se resentían y éste recortaba a su mujer el dinero que le tenía asignado, obligándola  a mendigar entre la familia para poder comer. Amalia criaba gallinas para disponer de huevos para el consumo y también conejos que vendía para aumentar sus ingresos. En momentos de bonanza había podido comprar algún cerdo que criaban y mataban   para alimentarse con él, aunque esto lo pudo hacer en contadas ocasiones. Su economía era tan precaria que  sus hijos andaban casi siempre con alpargatas y ropas remendadas, hiciese frío o calor, porque ella no disponía del recursos suficientes para calzarlos o vestirlos. Mientras, Adolfo, ajeno a todo esto, se permitía tener un par de trajes para salir los domingos. Apasionado por el cine, se desplazaba hasta alguno de los pueblos cercanos donde disfrutaba de alguna película.

Los hijos de Amelia y Adolfo fueron creciendo y los mayores, hartos de trabajar para su padre y para el señorito sin sacar ningún beneficio, emigraron a Cataluña, una región prospera donde había mucha demanda de mano de obra. Pasados unos años, Manuel convenció a sus hermanos para, entre todos, forzar a su padre a emigrar con el resto de la familia. No fue tarea fácil, Adolfo se resistió a dejar su pueblo y su trabajo con el señorito. Fue necesaria la presión del resto de la familia, padres, hermanas y cuñados y la amenaza de Amalia  y sus hijos de marcharse y dejarlo solo para doblegar su voluntad (era la primera vez que la mujer tuvo valor de enfrentarse a su marido).
La víspera  de la partida, Amalia volvió a dormir en la alfombra, su lugar habitual cuando su marido estaba rabioso con ella. Recordó la noche de boda pero en esta ocasión no lloró; aquel viaje la llenaba de esperanza y retomó sus sueños de una vida mejor. En la oscuridad del dormitorio, en aquel duro lecho, se acurrucó y volvió a escuchar aquel susurro que salía de sus labios diciendo:
-“Quizás mañana… “

Cataluña tampoco fue la tierra de promisión que Amalia esperaba, aunque es cierto que pudo vivir con mayor comodidad. Cambio el campo por la ciudad, en una vivienda con mayores prestaciones; agua corriente, luz eléctrica, una cocina con gas y lo más importante: un cuarto de baño con su ducha y todo. Atrás, en el recuerdo, quedaba la casa en el campo poco confortable sobre todo durante los duros inviernos, el candil de carburo con el que se alumbraban y las acequias en las que se lavaban y hacían la colada.
En el terreno afectivo las cosas empeoraron, recordándole el principio de su matrimonio. Su esposo tenía ahora un motivo más para odiarla, el haberle hecho dejar una vida a él le gustaba.  Adolfo, encontró trabajo en unos viveros de plantas donde se ocupaba del control de salida de la mercancía. Marchaba por la mañana y no regresaba hasta la noche y el único contacto que mantenía con sus hijos era cruzarse ocasionalmente con alguno de ellos por el pasillo de la vivienda, cuando iba o venia hacía su dormitorio donde Amalia le servía la cena y el desayuno. En cuanto al dinero, él pagaba la letra del piso y Amalia se cuidaba de la intendencia de la familia con el dinero que los hijos que trabajaban le aportaban y que no siempre era suficiente para llegar a fin de mes. Algunas veces se veía obligada a comprar fiado y entonces era su hijo mayor, Manuel, quien la sacaba de apuros. De nada le servía a éste último discutir con sus hermanos que contribuían con lo justo  para sufragar los gastos  de la familia.

Los hijos crecían, se casaban y abandonaban la casa. Amalia fue envejeciendo, castigada por el tiempo, la vida y su propia familia. A excepción de Manuel, ninguno de sus otros vástagos se preocupó nunca demasiado de ella, quizás porque lo aprendieron de su padre. Fueron muchas sus noches durmiendo en el duro suelo y, aunque su marido no le propinó nunca una gran paliza, si la golpeó lo suficiente para que nunca olvidase quien era el que mandaba. Hubo alguna vez en la que, hastiada de aquella vida, pensó en abandonarlo todo y huir, pero entonces su entorno familiar, suegros al principio y cuñados después e incluso sus propios hermanos  le dijeron que aguantase, que esas cosas pasaban y que su marido no era tan malo si sabía llevarlo bien. Incluso a aquellos vecinos a los que había comentado ocasionalmente su situación les costaba creerla pues Adolfo representaba ante todos su papel de hombre afable y educado. Por otra parte - ¿Qué marido no pegaba alguna vez a su mujer? – se decían algunos.

Amalia está enferma y se siente sola, desde que su salud empeoró su marido no ha vuelto a echarla de la cama, ahora es él quien duerme en una habitación contigua donde no la oye quejarse. Siente que su vida se apaga  y aunque es consciente de que está llegando al final aun se despierta y se repite, en un susurro, quedamente:

-“Quizás mañana…”


Matías Ortega Carmona

Octubre de 2014.